Mi calificación:
Dostoievski podría escribir un manual de instrucciones para encender un ventilador y aún así haría que nos cuestionemos el sentido de la vida, la moral, los sentimientos y si acaso merecemos que nos llegue aire del aparato o, peor, si acaso merecemos tener plata para comprarlo. Dicho eso, hoy, en Intrascendencia y Anonimato, su blog regalón: Noches blancas. Vamos con tío Fiódor y su alegría de vivir...
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El ritmo de esta breve novela es hipnótico, como un sueño del que no se puede escapar o del que, al despertar, se descubre inmerso en otro sueño más profundo. Que la historia transcurra durante cuatro noches en que no oscurece, debido a un fenómeno natural que ocurre en zonas de alta latitud —llamado precisamente noche blanca—, en el que el crepúsculo es más tarde y el amanecer más temprano, crea una atmósfera extraña, como de insomnio constante y como si el tiempo estuviera suspendido. Dostoievski demuestra un talento excepcional para describirnos, en pocas páginas, un escenario de vigilia desesperanzadora para desarrollar una historia sombría, impregnada de soledad, expectativas y desilusiones.
Los personajes parecen atrapados en su alienación, prisioneros de sus circunstancias y sus limitaciones, ya sea por incapacidad material o por una apatía que los va consumiendo lentamente. En lugar de rebelarse, que ni siquiera aparece como opción, buscan atajos emocionales para escapar de sus vidas grises. El narrador, inmerso en su mundo de imposturas e indolencia social, encuentra en el amor la forma de salvarse, pero en rigor es un dibujo mental unilateral e imaginado, más que una emoción compartida, frente a una depresión que lo abruma. Por otro lado, Nástenka intenta huir de su destino como cuidadora de una abuela ciega —una figura tiránica obsesionada con el control, que encierra a la joven en un presente opaco sin posibilidades de realización personal—, estableciendo con el protagonista un vínculo utilitarista que él, perdido en sus ilusiones, no logra reconocer.
El siguiente diálogo entre ellos ilustra la asimetría de sus intenciones:
—Está bien —dijo la muchacha—, puede que venga mañana, también a las diez. Veo que ya no puedo prohibírselo… Lo que ocurre es que tengo que estar aquí, no piense que estoy acordando una cita, le aviso de que tengo que estar aquí por algo personal. Pero… bueno, seré sincera con usted: no pasa nada si viene; en primer lugar, podría volver a suceder algo desagradable, pero dejemos eso a un lado…, en resumen, simplemente me gustaría verlo…, para decirle dos palabras. Con tal de que no me censure, no piense que suelo citarme con nadie tan alegremente… No lo habría citado si… Bueno ¡dejemos que este sea mi secreto! Pero con una condición…—¡Una condición! ¿Cuál? Dígala, dígamela de antemano; estoy de acuerdo con todo, estoy dispuesto a todo —exclamé yo entusiasmado—, respondo de mí mismo: seré obediente, respetuoso… Usted me conoce…—Precisamente porque lo conozco, lo invito a venir mañana —dijo la muchacha entre risas—. Lo conozco perfectamente. Pero si lo hace es con una condición, en primer lugar —ande, sea bueno y cumpla lo que voy a pedirle, ya ve que le hablo con franqueza—, no se enamore de mí… No es posible, se lo aseguro. Estoy dispuesta a ser su amiga, aquí tiene mi mano… Pero no puede enamorarse, ¡por favor se lo pido!
Esta dualidad entre la luz tenue de las noches blancas y la oscuridad emocional de los personajes intensifica el contraste entre lo que anhelan y lo que realmente pueden alcanzar, sea o no a costa de otros. El final, fiel al estilo sombrío de Dostoievski, es incómodo, rayando en lo patético, donde no le basta con describir las inseguridades de un amor no correspondido, si no que va más allá, pero prefiero no revelarlo.

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