1/10/2025

Bartleby, el escribiente - Herman Melville (1853)

Mi calificación:

★★★★★
(5/5)

Novela muy breve (42 páginas dice el ebook), pero intensa y desconcertante, realmente desconcertante, en lo que se considera la mejor obra de Herman Melville. Parte de la clásica colección de La Biblioteca de Babel, dirigida por mi amigo personal y confidente Jorge Luis Borges.

***

Un prestigioso abogado financiero contrata a un nuevo amanuense para su oficina. Bartleby, el empleado en cuestión, parece al principio mucho más eficiente que los otros tres trabajadores, entre ellos un niño de doce años.

Pero todo cambia el día en que se le asigna una nueva tarea y sucede lo siguiente:

Repetí la orden con la mayor claridad posible; pero con claridad se repitió la respuesta.
-Preferiría no hacerlo.
-Preferiría no hacerlo -repetí como un eco, poniéndome de pie, excitadísimo y cruzando el cuarto a grandes pasos-. ¿Qué quiere decir con eso? Está loco. Necesito que me ayude a confrontar esta página; tómela -y se la alcancé.
-Preferiría no hacerlo -dijo.

A partir de este momento, la historia se adentra en un absurdo que atrapa tanto al narrador como al lector en una vorágine de acontecimientos desconcertantes, que generas una sensación que me imagino similar a la de sacarse la cresta camino al matrimonio propio en el alquitrán recién vertido en una calle.. y aún así persistir en no llegar tarde.

¿En qué extrañas profundidades se encontraba Bartleby? Reducirlo todo a problemas de salud mental sería tan indolente como inútil. Tampoco resulta suficiente hablar de alienación laboral, ya que ese juicio refleja más las inquietudes del lector que la verdadera condición del escribiente. ¿Podría su soledad ser una forma de conciencia superior? ¿O es acaso un acto de resistencia frente a la hostilidad de un mundo que ha caído en la anomia? Difícil saberlo. Aunque el relato insinúa un trauma en el trasfondo, la reflexión final sobre el probable origen de su comportamiento deja cabos sueltos, y no queda más que imaginar una respuesta.

Nada exaspera más a una persona seria que una resistencia pasiva. Si el individuo resistido no es inhumano, y el individuo resistente es inofensivo en su pasividad, el primero, en sus mejores momentos, caritativamente procurará que su imaginación interprete lo que su entendimiento no puede resolver.

Así me aconteció con Bartleby y sus manejos. ¡Pobre hombre!, pensé yo, no lo hace por maldad; es evidente que no procede por insolencia; su aspecto es suficiente prueba de lo involuntario de sus rarezas. Me es útil. Puedo llevarme bien con él. Si lo despido, caerá con un patrón menos indulgente, será maltratado y tal vez llegará miserablemente a morirse de hambre. Sí, puedo adquirir a muy bajo precio la deleitosa sensación de amparar a Bartleby; puedo adaptarme a su extraña terquedad; ello me costará poquísimo o nada y, mientras, atesoraré en el fondo de mi alma lo que finalmente será un dulce bocado para mi conciencia. Pero no siempre consideré así las cosas. La pasividad de Bartleby solía exasperarme. Me sentía aguijoneado extrañamente a chocar con él en un nuevo encuentro, a despertar en él una colérica chispa correspondiente a la mía [...].

Una tarde, el impulso maligno me dominó y tuvo lugar la siguiente escena:

—Bartleby —le dije—, cuando haya copiado todos esos documentos, los voy a revisar con usted.

—Preferiría no hacerlo.

—¿Cómo? ¿Se propone persistir en ese capricho de mula?

Silencio. 


Es imposible ignorar ciertos ecos de crítica a la moral religiosa estadounidense de mediados del siglo XIX que desliza Melville, una moral que parece aprisionar al narrador en una especie de culpa ingobernable y a obligarlo a actuar de cualquier modo, menos el que debiese haber seguido desde el principio: tomar a Bartleby de las mechas y sacarlo de una patada en la raja de la oficina. 

Tan cierto es, y a la vez tan terrible, que hasta cierto punto el pensamiento o el espectáculo de la pena atrae nuestros mejores sentimientos, pero algunos casos especiales no van más allá. Se equivocan quienes afirman que esto se debe al natural egoísmo del corazón humano. Más bien proviene de cierta desesperanza de remediar un mal orgánico y excesivo. Y cuando se percibe que esa piedad no lleva a un socorro efectivo, el sentido común ordena al alma librarse de ella.

Una reflexión final sobre la traducción: se acusa que la versión de Borges se da ciertas licencias con la historia y al parecer es real. Pero, seamos francos, esas reinterpretaciones no hacen más que agregarle aún más valor a un texto deslumbrante. Como diría el propio maestro: "una de las cotidianas ironías del universo". Lo demás, a la FIFA. O, si quiere escándalo y represalias en su contra, al mismísimo TAS.

Lo único claro es que Bartleby, el escribiente es un relato extraordinario. Seguro volveré a leerlo.

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