Mi calificación:
Obra de teatro sobre el culto a Pinochet y la subjetividad de la gente metida en esa verdadera secta de mediocridad y maldad. Lectura incómoda, un poco latera, pero necesaria y terrorífica, pues esa gentuza sigue ahí, momificada y al acecho...
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Actuar La amante fascista, de Alejandro Moreno Jashés, tiene todo el aspecto de ser un verdadero desafío artístico. No se trata solo de memorizar un texto, sino de interpretar un tipo de subjetividad que validó la dictadura en Chile desde los rincones más grises del alma de gente mediocre, tan mediocre que ni siquiera alcanzaba a ser malvada, validando atrocidades y disfrutándolas en la medida que la élite lo hiciera.
La obra obliga a mirar de frente las jerarquías absurdas, los comportamientos anónimos y perversos, así como también la banalización del mal que cimentaron esa época, los que finalmente dan forma y vida a discursos y prácticas que, lejos de ser cosa del pasado, siguen resonando en el Chile de hoy. Supongo que esto requiere valentía artística, creo que es imposible quedar indiferente y actuar desde la neutralidad. Tampoco tiene mucho sentido...
La obra no solo retrata las lógicas más absurdas y perversas de la dictadura, sino que también se conecta con su larga línea de continuidad con el presente, donde discursos de odio persisten en diversas capas del tejido social, en perfecto estado de salud cincuenta años después del Golpe de Estado y 34 después del fin formal de la dictadura. Este imaginario "fascista" no es cosa del pasado: es una realidad que continúa moldeando comportamientos y narrativas en el mundo entero.
La amante fascista desnuda las obsesiones y anhelos de Iris Rojas, amante del dictador, quien, en un arranque de ansiedad incontrolable, advierte que el traje que usará en el acto oficial de recepción, en el que estará con él al fin, está húmedo tras el lavado y que no alcanzará a secarse. Este pequeño contratiempo acabará en un delirio que durará toda la noche y que desatará los demonios habitando en su interior.
Una de las escenas más impactantes de la obra revela cómo el discurso de justificación y banalización del horror puede alcanzar extremos tan ridículos como crueles. En un monólogo insufrible la protagonista despliega una lógica que trivializa la desaparición de personas y culpa a las víctimas, en un ejercicio aterrador de inversión moral:
En una guerra hay muertos, balas. Hay lo que hay en una guerra.Un vivo tiene fecha de nacimiento y un muerto fecha de defunción. Pero hay gente que se fue, que se arrancó, y quedan esas mujeres que bailan cueca solas reclamando a sus familiares. Porque yo creo que pueden estar por ahí.Los maridos de las mujeres comunistas se aburrieron de verlas sin peinar, sin echarse algo de brillo en la boca, y las abandonaron. Se mandaron a cambiar porque se aburrieron. Antes de que llegara el Sr. Espina* aprovecharon todo el movimiento que había para dejarlas, por eso un muerto no es lo mismo que un marido desaparecido.Muertos hay en la paz y en la guerra. Desaparecidos hay en las casas donde viven mujeres que no se depilan.Las mujeres que les sacan fotocopias a las fotos de sus familiares desaparecidos no los quieren. Lo mínimo es que si los quieren encontrar saquen una impresión a color de la persona que buscan.*Nombre ficticio con el que se refiere a Pinochet, jugando con el nombre de un personaje de un popular programa de televisión chilena de los ochenta, caracterizado por su sumisión a la autoridad y por delatar a sus compañeros de trabajo.
Este pasaje es la esencia de la obra: una lógica que deshumaniza a las víctimas y trivializa el dolor. La protagonista, desde su posición aparentemente privilegiada, despliega un discurso en que se mezcla ignorancia, prejuicios y cinismo, elementos propios de la retórica del autoritarismo. La obsesión con lo superficial, como la apariencia física de las mujeres, refleja la manera en que el fascismo intenta controlar y disciplinar incluso los aspectos más íntimos y cotidianos de la vida.
El texto, con su tono árido y su estructura fragmentaria, no busca ser cómodo ni lineal, pero se resiste incluso a ser leído y he ahí su principal defecto. Al adentrarse en la mente de la amante paranoica e hipócrita del dictador, la obra sumerge al espectador en un caos discursivo que refleja tanto la deformación moral de la protagonista como las tensiones de un país marcado por la violencia cívico-militar del pinochetismo. No hay escapatoria posible: el lenguaje mismo parece quebrarse, volviéndose un espejo de las contradicciones internas de la dictadura, las que sólo se resuelven con más violencia. Y, por lo mismo, es fácil quedarse hundido en semejante marasmo y quedarse estancado tratando de armar los pedacitos esparcidos por el suelo.
En definitiva, con su propuesta que podemos entender como radical (una sola actriz desangrándose en la interpretación de un ser despreciable), La amante fascista no solo revisita los discursos autoritarios del pasado, sino que nos invita a reflexionar sobre su persistencia en el presente. Es una obra que exige del espectador una confrontación con lo incómodo y lo desagradable, precisamente porque ahí reside su fuerza: en recordarnos que, mientras estas formas de concebir el mundo sigan vivas, el teatro tiene la responsabilidad de incomodar, de denunciar y de resistir. La memoria es frágil y el hecho de no tenerlo presente a cada momento hace que los monstruos que creíamos inexistentes estén a la vuelta de la esquina.
Detalles sobre el montaje de la obra: enlace.
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