Mi calificación:
Tremenda sorpresa la que me llevé con este ensayo. Quignard, en artera maniobra, desenterrando un viejo mito griego para llenarnos de inquietud. Nunca más escucharemos música clásica del mismo modo y que se cuiden nuestros vecinos de asiento cuando se nos "desaten" las trenzas...
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Lo que inicialmente parecía un ejercicio insoportable de pedantería y ostentación de conocimientos etimológicos relativamente inútiles terminó convirtiéndose en una experiencia lectora placentera y profundamente constructiva. Incluso a pesar de la premisa perturbadora de la que parte Quignard —su invitación a "desatar" determinadas certezas civilizatorias, siguiendo sus propios términos—, el ensayo brilla por su belleza y originalidad.
En La Odisea, Homero describe a las sirenas como seres mitad pájaro, mitad mujer, cuyos cantos hipnóticos conducían a los marinos a su perdición. La historia es conocida: Ulises, desafiante, atado al mástil, logra resistir el llamado por sus ataduras. El resto de la tripulación, gracias al ritmo racional y estructurado de la cítara de Orfeo, que guía y concentra a su tripulación mientras atraviesan la isla. Sin embargo, hay un episodio en esta historia que pasa desapercibido: uno de los marinos, Butes, se arroja al agua y perece. ¿Por qué?
Aquí comienza la brillante reflexión de Quignard sobre la música y sus dos formas contrapuestas: una música animal, instintiva, conectada a lo prehumano, al líquido amniótico del vientre materno, donde aún no se ha nacido como individuo; y otra música humana, social, reglamentada, asociada al lenguaje y al orden cultural. La filosofía, nos dice Quignard, huye de la primera porque no puede regresar al origen sin desmoronarse, pues implica volver a una animalidad de la cual necesita renegar para poder existir. Pero la música, en su naturaleza ambivalente, tiene la capacidad de reconectarnos con ese fondo primigenio, desatando el lenguaje, reinventándolo, aunque esa conexión implique una renuncia o un riesgo fatal.
La paradoja de esta conexión está magistralmente expresada en una de las frases más conmovedoras del libro, a propósito de la experiencia de la orquesta:
Manan nuestras lágrimas sin que nuestras manos las sequen, hasta tal punto el miedo a los vecinos, trabados como nosotros en las filas de la orquesta, nos obliga a permanecer inmóviles, con los dedos crispados sobre nuestros muslos, con los rostros desnudos llorando cara a la música.
El contraste entre las lágrimas incontrolables y la rigidez impuesta por las normas sociales es tan hermoso como devastador. Quignard no solo interpreta el acto de Butes como un salto hacia lo desconocido, sino como una decisión radical de romper con las reglas de la humanidad para fundirse en las profundidades de un origen perdido.
El ensayo también parece hablarnos de cómo enfrentamos la vida moderna: ¿nos mantenemos atados al mástil, como Ulises, luchando por controlar nuestros impulsos más primitivos, o seguimos el camino de Butes, arriesgándonos a perderlo todo para experimentar aquello que trasciende las palabras? Esa contradicción —entre el impulso de desatarse y la necesidad de permanecer atados— es el corazón de Butes. El ensayo no solo reflexiona sobre la música, sino sobre el límite mismo de lo humano: ¿qué significa vivir atados a nuestras reglas cuando lo que nos conmueve realmente es aquello que nos desata?
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