2/27/2025

Mario y el mago - Thomas Mann (1930)

Mi calificación:

★★★★
(5/4)

Esta novela fue escrita hace 95 años y mantiene una vigencia perturbadora. El fascismo no fue una forma de gobernar abstracta y lejana, sino que fue cotidiano, se expresaba también de manera sutil,  y la mayor parte de la población lo aceptaba y lo validaba de una manera pasiva e irreflexiva, como si lo diese un árbol. En momentos en que parecemos retroceder en el tiempo, es más necesario que nunca atender lo que nos querían decir las viejas advertencias.

***

La asfixia que se respira en Mario y el mago no es solo una sensación artísticamente construida, sino una advertencia: nos sitúa en la Italia profunda de los años treinta, lejos de las grandes ciudades, en la Europa profunda. Mann logra plasmar el avance del fascismo no como un fenómeno lejano y abstracto, sino como una fuerza que se cuela en lo cotidiano, en las vacaciones, en el entretenimiento, en la forma de interactuar de las personas, en las formas de reír o de tratar a los niños.

La historia sigue a un matrimonio extranjero (se entiende que son alemanes) que decide pasar el verano con sus hijos en una playa del Mar Tirreno. Sin embargo, pronto se enfrentan a un estado de ánimo enrarecido, muy distinto al de años anteriores. Su estancia se vuelve cada vez más incómoda debido a una serie de eventos desafortunados, marcados por una hospitalidad notablemente disminuida. No tardan en sentirse como intrusos en un lugar donde antes eran bienvenidos.

Expresiones pervertidas de patriotismo, una moralina absurda y sofocante, y una especie de rebaño humano que actúa de manera colectiva en público, pero de forma distinta en privado, comienzan a dominar el ambiente. Son invitados "amablemente" a abandonar un hotel solo para italianos, bajo la excusa de que portan enfermedades; deben explicarles a sus hijos por qué otros niños defienden con tanta violencia sus símbolos patrios; y se ven envueltos en una escena donde una multitud escandalizada los acusa de mancillar el honor nacional tras el desnudo involuntario de su hija de ocho años en la playa.

Con una actitud condescendiente, como si estuviera pidiendo disculpas constantemente, el narrador que narra los hechos tiempo después de sucedidos justifica todo lo que ocurre y se da cuenta cuando ya es demasiado tarde:
Fueron informadas del hecho las autoridades, por teléfono, a mi entender; apareció en la playa el representante de las mismas, declaró que el caso era grave y nos vimos precisados a seguirle a la piazza, al municipio, en donde un funcionario superior confirmó el juicio provisional como molto grave, comentó nuestro acto en el tono didáctico acostumbrado en el país, o sea de la misma manera que antes lo hiciera el caballero del hongo; nos impuso finalmente una multa y rescate de cincuenta liras. Juzgamos que la aventura valía bien aquella contribución al presupuesto nacional de Italia, pagamos y nos fuimos. ¿No hubiera sido preferible marcharnos inmediatamente de Torre di Venere?
El clímax llega con el espectáculo de Cipolla, un hipnotizador turbio, vulgar y violento, que usa un enorme látigo para intimidar y controlar al público. Su presencia evoca claramente a los espectáculos de mentalismo que se popularizaron en la televisión chilena de los noventa. Con una retórica engañosa y una presencia autoritaria, Cipolla somete a la audiencia, eliminando cualquier atisbo de espontaneidad o disidencia. Su frase: "La libertad de querer no existe" encapsula su filosofía artística, que no dista mucho de los discursos autoritarios que comenzaban a crecer descontroladamente en Europa:
Creo replicole Cipolla que con ello sólo dificultará un poco más mi tarea, pero su resistencia no cambiará un ápice el resultado. Existe la libertad, y también existe la voluntad; pero la libertad de querer no existe, porque una voluntad que pretende la libertad absoluta se contradice y cae en el vacío. Libre es usted de escoger o no escoger una carta. Pero al hacerlo, escogerá la prescrita, con tanta mayor seguridad cuanta mayor sea la obstinación con que se oponga.
El narrador, con su mezcla de morbo, pereza y cobardía, no es un mero observador, sino un cómplice. Su participación en las humillaciones públicas y su rol "educativo" para explicar las escenas patéticas a sus hijos reflejan la Italia de los años treinta: una sociedad que, por indiferencia o miedo, permitió el ascenso del fascismo. Mann nos obliga a preguntarnos hasta qué punto nosotros, como lectores, también seríamos capaces de mirar sin actuar, una pregunta que casi un siglo después de escrita la novela sigue vigente.

El desenlace es brutal. Cipolla convence a Mario, un mesero pobre, de que está frente a su amada, llevando la humillación a un nivel insoportable. La tragedia que sigue no es solo el resultado de la manipulación de Cipolla, sino también de la complicidad de quienes lo rodean. Cipolla no es solo un hipnotizador perverso; es un símbolo del poder autoritario que seduce, humilla y domina con la complicidad de quienes lo observan. Su retórica engañosa y su uso de la amenaza no distan mucho de las tácticas de los líderes ultraderechistas que hoy resurgen en el mundo.

Francamente, pocas novelas logran provocar una reacción tan visceral como Mario y el mago. El deseo de pegarle al protagonista no es solo una reacción a su cobardía, sino una confrontación con nuestra propia capacidad para la complicidad. Mann nos deja con una advertencia incómoda: el fascismo no surge mágicamente, sino de nuestra propia tendencia de mirar hacia otro lado y autoengañarnos suponiendo que nada sucede y que todo va bien. Hasta que, tal como el tono arrepentido del narrador, ya es demasiado tarde y nos vemos rodeados de monstruos.

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