Mi calificación:
Parece un delirio surrealista, pero no: en un mismo lugar funcionaba, en la más absoluta impunidad y en medio del barrio más cuico del Santiago, un taller literario y un centro de tortura. Nona Fernández rescata este episodio oscuro de la dictadura, en una obra que usa el humor negro como una manera de recordar y hacer memoria.
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La obra El Taller, de Nona Fernández, explora una de las paradojas más repugnantes de la dictadura chilena: la coexistencia perversa entre una escena cultural y artística fanática del régimen y una maquinaria del terror que operaba con absoluta impunidad. Basada en hechos reales, la obra se sitúa en la enorme casa de la escritora Mariana Callejas y su esposo Michael Townley, ambos agentes de la temible Dirección de Inteligencia Nacional (DINA). Allí, separados solo por paredes, convivían un taller literario y un centro de tortura, en pleno Lo Curro, exactamente en Vía Naranja 4925, el barrio más cuico de la época.
Este punto de partida se convierte en el núcleo de una historia que oscila entre la farsa y la pesadilla. El Taller se inscribe dentro del teatro posdictatorial chileno, del que ya les he escrito antes [1] [2], que problematiza el horror en sus montajes, sin recurrir a la crudeza explícita, propia del cine gore, sino a través de estrategias simbólicas y reflexivas, pero nunca evasivas, necesarias para que la memoria se asiente sobre el presente y permita asumir, sin ambages, que las sabandijas que estuvieron con el dictador siguen entre nosotros y se han reproducido con mucho éxito y amenazan con regresar apenas nos descuidemos. En este caso, Nona Fernández recurre al humor negro como una forma de distanciamiento crítico, pero no para descafeinar la historia, sino que para evidenciar, a la vez, su absurdo y su abyección. Es una sátira feroz, pero a la vez una denuncia.
La trama se estructura en torno al taller literario que dirigía Callejas. Los personajes, inspirados en escritores que asistieron entusiastamente a esas reuniones —y que hoy, como ratas inmundas que son, lo reniegan cada vez que pueden—, discuten sobre la calidad de sus textos, el uso de metáforas y las tendencias literarias de la época, sin ver —o sin querer ver— lo que ocurría en las habitaciones contiguas, preocupados más de personajes y circunstancias ajenas a su actualidad, como las de Rasputín y la Rusia zarista. La anfitriona, una versión ficcional de Callejas llamada María, ejerce un carisma inquietante y dirige las conversaciones con precisión quirúrgica, delimitando qué aspectos de la realidad pueden ser mencionados y cuáles deben ser ignorados.
Mauricio: ¿Escucharon la noticia? Venía en el auto y de repente dieron un extra terrible en la radio.Cassandra: (Nerviosa) ¿Qué pasó?Mauricio: Acaban de matar a don Orlando Letelier.Rubén Chico: (Sorprendido) ¿Al mi-mi-ministro de Allende?Mauricio: Explotó su auto en una calle de Washington.Cassandra: ¿En Washington? (A María) ¿El Tomy no te dijo nada recién?Mauricio: ¿Tu marido está en Washington?María: Pero no debe tener idea o si no me lo habría comentado.Mauricio: Don Orlando iba con su asistente. Los dos murieron.Cassandra: ¡Qué horror! Debe haber sido un atentado.Rubén Chico: Po-po-por supuesto que fue un atentado, si los autos no andan explotando solos.Cassandra: ¡Los narcos! ¡Otra vez los narcos! Esto me suena a ajuste de cuentas.Rubén Chico: (A Mauricio) ¿Qué más se sabía?Mauricio: Nada más, si esto pasó hace poco. No hay claridad de nada.Rubén Chico: ¿Po-po-por qué no ponemos la radio?María: Chiquillos lindos, no quiero ser mala onda, pero si nos ponemos a escuchar las noticias no vamos a trabajar nada.Cassandra: Es cierto, además yo no quiero escuchar calamidades. ¿Para qué?Rubén Grande: Yo hace ratito que no veo noticias. No aportan para nada al trabajo literario. ¿Démosle mejor?
Mientras transcurren las tertulias, ruidos extraños, presencias fantasmales, explicaciones ambiguas y movimientos improbables dentro de la casa dejan entrever que no todo lo que ahí pasa es literatura. La tensión crece. Uno de los asistentes al taller se propone escribir un cuento sobre el atentado al general Prats y su esposa en Buenos Aires. Recibe desaprobación y cinismo. En este juego de silencios y complicidades, El Taller muestra con crudeza cómo la cultura puede coexistir con el horror, no como resistencia, sino como parte del mecanismo que lo normaliza.
María: ¿Por qué no habías venido, lindo?Mauricio: Tuve unos problemas.María: ¿Qué problemas?Mauricio: (Perturbado) Recibí unas llamadas telefónicas medias raras.María: ¿Cómo raras?Mauricio: Llamadas anónimas que me decían que me fuera a la chucha, que me iban a sacar la cresta.Todos lo miran sorprendidos.Cassandra: ¡No puede ser! Tienes que hacer una denuncia a carabineros.Rubén Grande: Es como en tu cuento sobre el General Prats.Mauricio: Es exactamente igual. Yo contesto y lo primero que escucho es una respiración medio macabra. Después la voz de un gringo empieza a echarme chuchadas.Cassandra: ¿De un gringo?Mauricio: (Imita el acento) Te voy a volar la raja conchadetumadre. Ándate a la misma chucha, no te metas en huevadas.María: ¿Y estás seguro que esas llamadas son reales, Marcelo?Mauricio: Mauricio.María: ¿Estás seguro, Mauricio? ¿No te las estarás inventando?Mauricio: ¿Cómo voy a inventar una cosa así?
El desenlace de la obra no busca grandes revelaciones ni giros dramáticos; la tragedia ya estaba escrita desde el inicio, el verdadero golpe está en la conciencia del espectador, en la pregunta incómoda sobre qué significa haber sido testigo de algo y haber decidido no ver. Más allá del retrato de personajes patéticos y reales, El Taller reflexiona sobre la complicidad y la negación: ¿qué veían realmente los escritores que asistían a esas reuniones literarias? ¿Cómo procesaban los rumores, los susurros, las presencias fantasmales? La obra no ofrece respuestas, sólo nos entrega un retrato perturbador de la banalidad del mal, encarnada en un grupo de intelectuales que, entre copetes y frivolidad, compartían un espacio con el horror más atroz.
El caso de Mariana Callejas y Michael Townley es emblemático dentro de la historia de la dictadura, no solo por la impunidad que rodeó sus trayectorias (ella, muerta apaciblemente en un hogar de ancianos; él, como agente de la CIA, cambió de identidad y de vida, residiendo en EE.UU. condecorado como héroe del anticomunismo), sino porque expone el rol ambiguo de ciertos sectores de la élite cultural en esos años. La obra, al rescatar esta historia, no solo nos recuerda un episodio macabro, sino que nos interpela sobre la fragilidad de la memoria y la comodidad de la omisión.
Michael Townley y Mariana Callejas, disfrutando de su impunidad.


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