3/17/2025

Las batallas en el desierto - José Emilio Pacheco (1981)

Mi calificación:

★★★★
(5/4)


Hace unos años me llamó la atención una hermosa canción del conjunto mexicano Café Tacuba. Indagando, como ya es costumbre en vuestro héroe, este -o sea yo- descubrió una maravilla: se basaba en una novela mexicana ambientada en los años cuarenta, de una intensidad poco frecuente en novelas breves y empleando un modo tan real de describir y evocar, que es imposible no transportarse a esa época y terminar picando cebollas para ocultar las emociones que desata un desenlace desolador. 

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La novela Las batallas en el desierto, de José Emilio Pacheco, es una de las más logradas de la literatura mexicana contemporánea y una de las mejores que he leído de ese país. Ambientada durante el gobierno de Miguel Alemán (1946–1952), en los inicios de la posguerra, retrata con crudeza una época de vertiginosas transformaciones sociales y económicas, de modernización forzada y a medias, y de creciente influencia cultural de Estados Unidos. Sobre esas ruinas aún humeantes del México tradicional —arrasado por la Revolución y las guerras cristeras— comienza a erigirse un intento de país nuevo que quiere ser moderno a toda costa, con un aparataje propagandístico que construye discursos y promesas a escalas inimaginables, aunque el precio sea la desmemoria y el desconcierto permanente, casi siempre violento, de su propia población.

La cara del Señor presidente en dondequiera: dibujos inmensos, retratos idealizados, fotos ubicuas, alegorías del progreso con Miguel Alemán como Dios Padre, caricaturas laudatorias, monumentos. Adulación pública, insaciable maledicencia privada. Escribíamos mil veces en el cuaderno de castigos: Debo ser obediente, debo ser obediente, debo ser obediente con mis padres y con mis maestros. Nos enseñaban historia patria, lengua nacional, geografía del DF: los ríos (aún quedaban ríos), las montañas (se veían las montañas). Era el mundo antiguo. Los mayores se quejaban de la inflación, los cambios, el tránsito, la inmoralidad, el ruido, la delincuencia, el exceso de gente, la mendicidad, los extranjeros, la corrupción, el enriquecimiento sin límite de unos cuantos y la miseria de casi todos. Decían los periódicos: El mundo atraviesa por un momento angustioso. El espectro de la guerra final se proyecta en el horizonte. El símbolo sombrío de nuestro tiempo es el hongo atómico. Sin embargo había esperanza. Nuestros libros de texto afirmaban: Visto en el mapa México tiene forma de cornucopia o cuerno de la abundancia. Para el impensable año dos mil se auguraba —⁠sin especificar cómo íbamos a lograrlo⁠— un porvenir de plenitud y bienestar universales. Ciudades limpias, sin injusticia, sin pobres, sin violencia, sin congestiones, sin basura. Para cada familia una casa ultramoderna y aerodinámica (palabras de la época). A nadie le faltaría nada. Las máquinas harían todo el trabajo. Calles repletas de árboles y fuentes, cruzadas por vehículos sin humo ni estruendo ni posibilidad de colisiones. El paraíso en la tierra. La utopía al fin conquistada.

La historia entrelaza un amor ingenuo e imposible con una crítica sutil pero feroz a la hipocresía de la transformación social del país. Pacheco no se limita a narrar la obsesión de Carlos, un niño de clase media, por Mariana, madre de su amigo Jim y amante de un influyente político oficialista. En el trasfondo de ese enamoramiento imposible se despliega un retrato implacable de una sociedad en transición, donde el pasado es negado y los nuevos valores —importados, ambiguos, insaciables e incomprensibles— se imponen sin rumbo claro. El resultado: una modernidad incompleta, llena de contradicciones, que comienza a descomponerse antes siquiera de consolidarse, mostrando las peores y más cotidianas caras de esa corrupción tan propia de América Latina.
Mientras tanto nos modernizábamos, incorporábamos a nuestra habla términos que primero habían sonado como pochismos en las películas de Tin Tan* y luego insensiblemente se mexicanizaban: tenquíu, oquéi, uasamara, sherap, sorry, uan móment pliis. Empezábamos a comer hamburguesas, pays, donas, jotdogs, malteadas, áiscrim, margarina, mantequilla de cacahuate. La cocacola sepultaba las aguas frescas de jamaica, chía, limón. Los pobres seguían tomando tepache. Nuestros padres se habituaban al jaibol que en principio les supo a medicina. En mi casa está prohibido el tequila, le escuché decir a mi tío Julián. Yo nada más sirvo whisky a mis invitados: hay que blanquear el gusto de los mexicanos.

* Hermano de Don Ramón.


Quien narra es el mismísimo Carlos, ya adulto, que reflexiona sobre la transformación a todo nivel. Recuerda la banalidad de un juego infantil, que da título a la novela, donde un bando representaba al invasor israelí (ya entonces transformado en víctima por la propaganda) y el otro a los árabes, armando verdaderas batallas campales en los recreos del colegio. Pero en su narración deja entrever que la experiencia más intensa de esa infancia no fueron esos juegos de guerra, sino el amor —puro, fulminante, inconfesable— por una mujer mayor. Ese deseo irrealizable, más que un recuerdo romántico, se transforma en un verdadero horror, funcionando como una grieta por la que asoma el verdadero drama: la reacción brutal del mundo adulto, y con ella, el costo emocional de crecer en una sociedad que reprime, niega y castiga todo lo que no encaja, que no entiende, pero cree entenderlo con categorías retorcidas.

La novela también es una crítica al modelo de progreso que desprecia lo local, lo propio. En detalles aparentemente triviales —la llegada de la Coca-Cola, el cine de Hollywood, la expansión caótica de la ciudad—, Pacheco muestra con ironía cómo México abraza un modo de vida ajeno, adoptando máscaras extranjeras mientras entierra sus raíces. La historia entre Carlos y Mariana encarna ese conflicto: un amor que no puede ser, no solo por la diferencia de edad, sino por las barreras de clase, género y moral que sostienen una estructura social hipócrita. A través de la mirada infantil, Pacheco ilumina cómo los niños absorben —casi sin comprenderlos— los prejuicios de los adultos: el machismo, la moral religiosa, la vergüenza de clase. De este modo, la actitud correcta de Mariana, quizás lo único decente de todo el mundo adulto de la historia, rechazando con tacto la declaración amorosa del niño Carlos, acaba por ser su perdición.
Y por eso, no cesaba de repetirlo mi madre, estábamos en la maldita ciudad de México. Lugar infame, Sodoma y Gomorra en espera de la lluvia de fuego, infierno donde sucedían monstruosidades nunca vistas en Guadalajara como el crimen que yo acababa de cometer. Siniestro Distrito Federal en que padecíamos revueltos con gente de lo peor. El contagio, el mal ejemplo. Dime con quién andas y te diré quién eres. Cómo es posible, repetía, que en una escuela que se supone decente acepten al bastardo (¿qué es bastardo?), o mejor dicho al máncer de una mujer pública. Porque en realidad no se sabe quién habrá sido el padre entre todos los clientes de esa ramera pervertidora de menores. (¿Qué significa máncer? ¿Qué quiere decir mujer pública? ¿Por qué la llama ramera?).
En ese contexto, todo se desmorona. Mariana desaparece sin dejar rastro, y nunca queda claro si fue por un acto de censura institucional, por presión social, por decisión propia o incluso por un destino más trágico. El horror: su figura se evapora del relato como si nunca hubiera existido. En lugar de respuestas, solo quedan el rumor, el escándalo, el juicio moral, peor aún si se trata de una mujer que vive sin un marido. Y así, Mariana se convierte en una sombra más de ese país que se niega a recordar, de ese México que se derrumba lentamente en sus cimientos mientras finge elevarse a las alturas a velocidades supersónicas.

Qué antigua, qué remota, qué imposible esta historia. Pero existió Mariana, existió Jim, existió cuanto me he repetido después de tanto tiempo de rehusarme a enfrentarlo. Nunca sabré si el suicidio fue cierto. Jamás volví a ver a Rosales ni a nadie de aquella época. Demolieron la escuela, demolieron el edificio de Mariana, demolieron mi casa, demolieron la colonia Roma. Se acabó esa ciudad. Terminó aquel país. No hay memoria del México de aquellos años. Y a nadie le importa: de ese horror quién puede tener nostalgia. Todo pasó como pasan los discos en la sinfonola. Nunca sabré si aún vive Mariana. Si hoy viviera tendría ya ochenta años.

La influencia de Las batallas en el desierto ha trascendido el ámbito literario. La canción “Las batallas”, del conjunto Café Tacuba, se inspira en la novela y recoge su tono melancólico, pero le añade una postura inesperada: el cantante parece estar interpelando directamente a Carlos, recreando la música y la atmósfera del relato, preguntándole por las motivaciones detrás de su acto heroico. Lo hace como si estuviera dentro de la historia, como un amigo que se entera de los cahuines malintencionados del barrio y acude a prestar apoyo, con dudas razonables, pero siempre en diálogo íntimo con el personaje. El enfoque es notable: no replica la historia, es la historia. Una maravilla.






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