3/05/2025

Una historia desagradable - Fiódor Dostoievski (1862)

Mi calificación:

★★★★
(5/4)

Nuevamente comento una obra del positivo de Dostoievski, esta vez retratando el patetismo de los discursos igualitaristas dirigidos al pueblo, pero sin el pueblo. Si Ud. es de los que cree que su escala de valores y principios es superior a la de las generaciones que le antecedieron, busca el Santo Grial del significante vacío en los territorios de Irarrázabal y manda a la gente a disfrutar lo votado, en esta breve novela le bajarán del unicornio y le pondrán en su lugar. Es que es tan seco el autor...

***

Quienes no nos sentimos convocados por el progresismo —y consideramos que sus promotores no son más que conservadores peleados con sus familias por algún exceso que será olvidado en cuanto escuchen la palabra herencia— encontraremos en Una historia desagradable un relato revelador sobre cómo piensa este tipo de gente. Dostoievski desmenuza con ironía feroz esa mentalidad que, sin renunciar jamás a su convicción de superioridad moral, elabora doctrinas para igualarse discursivamente a las clases populares sin jamás considerarlas realmente iguales, y mucho menos preguntarles si su teoría les hace sentido. El patético desenlace de la historia es un recordatorio de cuán veleidosa es esta forma de ver a la humanidad. El resentimiento social siempre ha sido una fuerza viva y muerde con fuerza, sea en la Rusia de 1862 o en el mundo actual.

Esta novela corta (o cuento largo según como se mire) se centra en Iván Ilich Pralinski, un funcionario militar ruso de clase alta que, en un arrebato de entusiasmo exacerbado por las copas de más, decide demostrarse a si mismo su cercanía con el pueblo. Durante una reunión con sus amigos, Pralinski insiste en que asistir a la boda de uno de sus subordinados, un humilde escribano llamado Pseldónimov, será un gesto que será bienvenido por todos y que fomentará el diálogo social y el amor al prójimo. Así justifica su gran idea:
—Y, entretanto, precisamente yo me mantengo y por doquier aplico la idea de que el humanitarismo, y precisamente el humanitarismo con los subordinados, desde un funcionario a un escribano, desde un escribano a un criado de la casa, desde un criado a un simple aldeano, el humanitarismo, les digo, puede servir de piedra angular, digámoslo así, de las futuras reformas y, en general, para la renovación de las cosas. ¿Por qué? Porque es así. Tomemos un silogismo: yo soy humanitario, por consiguiente, a mí se me quiere. A mí se me quiere, así pues, sienten confianza. Sienten confianza, así pues, creen. Creen, así que me quieren…, es decir, no lo que quiero decir es que, si creen, van a creer también en la reforma, comprenderán, por así decirlo, la propia esencia del asunto y se abrazarán, por así decirlo, con ética, y resolverán todo el asunto de forma amistosa, con fundamentos.
En condición de paracaidista (como llamamos en Chile a quienes legan a una fiesta sin ser invitados), Pralinski irrumpe en la celebración convencido de que su presencia será un gesto que conmoverá a los asistentes. Sin embargo, su intervención es un desastre. Su condescendencia y borrachera incomodan a todos, convirtiendo su intento de fraternidad en un episodio grotesco. El funcionario, que llegó con los brazos abiertos a "abrazar a la humanidad", termina odiando al novio y siendo a su vez detestado por él.
En verdad su posición se había vuelto cada vez más extravagante. Es más, era una burla del destino. Dios sabe qué le había ocurrido en una cierta hora. Cuando entró, había extendido su abrazo, digámoslo así, a toda la humanidad y a todos sus subordinados: pero no había pasado ni una hora y, con todo el dolor de su corazón, sentía y sabía que odiaba a Pseldonímov, lo maldecía, y también a su mujer y la boda. Es más, en su rostro y en sus ojos veía que Pseldonímov también lo odiaba a él, que lo miraba a punto de decir «¡Ya podías desaparecer, maldito! ¡Qué carga!». Hacía mucho que leía todo eso en su mirada.

Por supuesto que Iván Ilich, incluso ahora, sentado a la mesa, se habría cortado una mano antes de reconocerse sinceramente ya no en voz alta, sino a sí mismo, que en efecto era así. El momento en cuestión no había llegado todavía, pero al menos ahora seguía teniendo cierto equilibrio moral. Sin embargo su corazón, su corazón… ¡se lamentaba! Suplicaba libertad, salir al aire libre, descansar. Y es que Iván Ilich era un hombre demasiado bueno.
La historia culmina en un cuadro humillante: Pralinski, el mismísimo jefe de Pseldónimov, acaba tirado en el suelo, totalmente borracho y vomitado, mientras la familia intenta manejar la incómoda situación, que se transformará en un escándalo social el lunes, de vuelta en el trabajo. 
Estuvo ocho días sin salir de casa y sin aparecer por su puesto. Estaba enfermo, atrozmente enfermo, pero más desde un punto de vista moral que físico. En esos ocho días soportó todo un infierno y, probablemente, se los han tenido en cuenta en el otro mundo. Hubo momentos en que pensó en tomar los hábitos. Es cierto, los hubo. Incluso su imaginación había empezado a descansar en ese caso. Se le presentaban los cantos tranquilos y subterráneos, el sepulcro abierto, la vida en una celda recogida, los bosques y las cuevas: pero en cuanto volvía en sí, se reconocía que todo era un absurdo terrible y una exageración, y se avergonzaba de dicho absurdo.
En resumen, Una historia desagradable es una sátira despiadada sobre la hipocresía de las élites progresistas que predican la igualdad sin renunciar a su posición de superioridad. Con humor e ironía, Dostoievski desmonta la idea de que es posible fraternizar con el pueblo sin asumir un verdadero cambio de perspectiva. En un mundo donde los discursos igualitarios suelen venir de quienes jamás han compartido mesa con aquellos que dicen defender, la figura de Pralinski resulta tan vigente como incómoda. Su patético intento de humanitarismo nos recuerda que, sin una auténtica voluntad de cambio, que implica cambios radicales y no amistoso en las estructuras de poder, toda retórica igualitaria no es más una forma más sofisticada de ostentar privilegios y, a la larga, humillar al pueblo.

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